Singladuras de un Almirante- Avance - Manuscrito

Publicado en por Manuel Venegas

Colón, una incógnita de la que puedes hacer mil y una conjeturas. Yo hice la mía y aquí un avance de lo que pueden ser <<una gran historia>>

CRISTÓBAL COLÓN

Una Historia inconmensurable

1470, año en el que Italia aún estaba dividida en pequeños estados; unos progresistas, mientras que otros lo eran más conservadores. Así podríamos enumerar estados como Florencia, Roma y Venecia a las que se les podría conferir como grandes ciudades, en tanto que otros llamados ducados, eran dirigidos bajo el timón de duques como Luis III Ganzaga del ducado de Mantua, Francisco I Sforza del ducado de Milan, Federico de Montefeltro del ducado de Urbino que era a su vez uno de los más exitosos condottieri del renacimiento Italiano, y por supuesto el condado de Asti Domini estense que comprendía los territorios de Ferrara, Módena, Regio Emilia y Polesine. Casi todos gobernados por familias que por aquel entonces, la Edad Media, se enriquecían con el comercio. Pero si había una familia a destacar, la más poderosa de la época era la Médicis de Florencia de la que se dice, se cuenta y se contrasta que habían amasado una gran fortuna gracias a la banca y el préstamo de dinero.

Y queriendo señalar con el dedo un punto fijo del mapa, me fui directamente a Genova y Savona, donde allí, pasó a gobernar como Dogo de Génova, Spinetta de Campofregoso, pupilo de Sforza del condado de Milan. Y quise aún centrarme más en el mapa y curioseé sobre Savona en particular, a no más distancia de cinco kilómetros de la propia Génova. Savona, situada en la Riviera ligure del poniente y atravesada por el rio Letimbro, poseía uno de los primeros puertos del Mediterráneo en cuanto a capacidad de recepción de grandes naves mercantiles. Sin lugar a dudas, era un gran atractivo para emprendedores y comerciantes que pululaban por sus muelles y cantinas contando anécdotas de viajes, buscando mejor suerte en tierras lejanas, u obtener un quehacer en el caso de los recién llegados.

Se abría el cierre de una noche del todo representativa para descubrir una mañana bien soleada sobre el puerto de Savona y un señor de mediana edad deambulaba de aquí allá haciendo resonar las ripias que tapizaban el suelo. Se acercó a la cantina más concurrida de la zona y quitándose el birrete saludó a unos conocidos de antaño que se hallaban hacinados en la entrada.

― ¡Tú por aquí, maestro tejedor!―exclamó un viejete sorprendido al que se le podrían atribuir a sus labios, miles de cigarrillos quemados―. La tierra de uno es irreemplazable, una vez terminado el juego el rey y el peón vuelven a la misma caja.

―Así es Burnello, ¿y tú cuando regresaste?

―Par de semanas mi querido Domeníco―declaró como el que quiere espantar malos recuerdos―. Me embarqué en una vieja goleta patronada por un desquiciado mercante. Decía que aquel viaje iba a ser el comienzo de una larga travesía hacia la riqueza y que la compartiría con cada uno de sus tripulantes en un tanto por ciento razonable. Mi tanto por ciento fue reparar las velas pues de lo contrario no estaría aquí. Agradecido tenía que estar el mortecino de no haber perecido dentellado por los tiburones al igual que todos si ese barcucho se hubiese hundido.

―Tú ya no estás para hacer el mono―se avino a aclararle Doménico.

―La vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a aprenderlo, ya hay que morirse―manifestó huraño―. Cuéntame…¿Qué te trae de nuevo por aquí?

―Necesito trabajo.

―Corren tiempos difíciles Doménico, pero en tu oficio de tejedor de lanas te hubiese sido más fácil encontrar trabajo allá en Génova que aquí.

―Quiero cambiar de oficio―declaró con seguridad―, tal vez comerciante y aquí en Savona puedo desarrollarlo.

―Entonces no estás buscando trabajo, si no una buena cascara de nuez que se mantenga a flote para emprender tu singladura como comerciante y creo que te puedo conseguir uno a buen precio, casi robado diría yo.

―No aprenderás nunca Burnello que el secreto de la vida es la honestidad y el juego limpio.

―No me critiques y dime sí o no.

―Cuando tengas algo me avisas.

Doménico no llego a entrar en la cantina, y puso rumbo a las entrañas de Savona. Trató de explicarle a su esposa Susanna Fontanarossa y en presencia de sus por entonces tres hijos; Giovanni, Bianchinetta y Cristobal, su propuesta de cambiar el oficio de tejedor por el de comerciante. Era evidente, que a sus hijos aquello les pareció más divertido que estar tejiendo lana teniendo en cuenta sus inquietudes, el mayor, Cristobal, que gozaba de diecinueve años, ya había salido a la mar desde los diez y marinero desde los quince, pero en cambio a Susanna Fontanarossa se le antojó inviable, y no por lo económico que sin duda el oficio de comerciante era mucho más oneroso sino por las interminables noches y días de soledad que le esperaban de entonces en adelante. Pero como era del todo previsible, la autoridad era del hombre y Doménico emprendió el oficio de comerciante viento en popa y a toda vela.

Y fue un día de Septiembre, antes de partir, cuando no tuvo que por menos y de obligado cumplimiento, acompañar a su hijo Cristóbal Colón a Génova, donde debía suscribir un documento en el que declarara ser mayor de diecinueve años.

Pasaron el tiempo entre viajes, unos más rentables que otros, con noches y amaneceres agotadores e interminables lunas por revelar. Doménico y Susanna Fontanarossa engendraron dos hijos más, Bartolomé y Giacomo, más tarde llamado Diego. Eran pocas las semanas que permanecía en Savona, las suficientes y necesarias para vender su mercancía, atender su aún negocio de tejedor de lanas y partir nuevamente a surcar los mares, a veces con sus ya experimentados hijos Cristóbal y Bartolomé, diez años menor. Giacomo, sin embargo, quiso permanecer vigilante a su madre heredando el oficio de maestro tejedor. No mucho tiempo después y tal vez agotado del vigor marino, Doménico decidió hacerse cargo de una taberna y gozar de una vida más sosegada.

Corríamos el año 1474. Como en toda familia, siempre había un destacado y era un avezado comerciante de veintitrés años, Cristóbal Colón, donde se preparaba –al servicio de una gran firma Genovesa- para un viaje hacia la isla de Quíos, la que por entonces era una posesión Genovesa en el mar Egeo.

―Va a ser un viaje duro hermano Cristóbal―indujo Bartolomé―. Cierto que nacimos en la mar y hemos sido grandes tripulantes de navíos fuera de las columnas de Hércules, pero debemos estar bien preparados.

―El miedo siempre está dispuesto a ver las cosas peor de lo que son―alegó animoso―. Y antes de ser grandes tripulantes, fuimos entusiasmados grumetes que nos aseábamos la cara con las olas de barlovento. Tienes trece años y casi que me alcanzas en experiencia.

Ambos se recreaban sobre la toldilla del barco, observando el puerto y dirigiendo todas las maniobras de abastecimiento para poder levar anclas. Bartolomé, acariciaba la vela de mesana con una mano y con las otra señalaba hacia proa.

―Fíjate en ese grumete. Limpia las maderas con el mismo entusiasmo que lo hacías tú. Si pudiese se subía a la cofa y nos hacía zarpar…y tal vez lo haga.

―¿El qué?

―Subirse a la cofa Cristóbal, y no digo ahora, pero teniendo en cuenta de que será un viaje largo, tal vez en la vuelta sea un avezado tripulante.

―Hágalo pasar a mi camarote cuando disponga de un respiro―le solicitó tomándole del hombro―, quiero ver cuán tan agallas tiene ese grumete, y que se presente también Orazio, si es que se ha atrevido a embarcar, debo retomar mis clases de latín. Todas las obras de los sabios vienen escritas en este bendito idioma y no las entiendo.

―Hablas como si fueses el almirante del navío y sólo eres un simple marinero al servicio de una firma Genovesa. Creo que lo llevas en la sangre.

―Quiero aprender hermano y dicen que al final no os preguntaran qué habéis sabido, sino qué habéis hecho, y yo quiero instruirme y actuar, ya sea de las agallas de un grumete, como de Orazio con el dichoso latín.

El día era calmo, de sol brillante sobre el puerto de Savona. Un viaje más, como marino, pero sus ambiciones iban más allá, ser un magno comerciante que sustentase sus ideales. Cuando era adolescente ya realizó experiencias a vela en el Mediterráneo y el mar Egeo, por lo que se mostraba templado en todo momento. Ahora formaba parte de un ejercicio de navegación, lo que supondría para él, sin saberlo, lo más cercano que nunca llegaría a estar de la India o Asia. Cristóbal Colón, sugirió e invitó a su hermano Bartolomé a abandonar la embarcación pues era hora de soltar amarras.

La Tajamar del navío dividía el mar en dos, con ligero viento de sotavento y con la firmeza y seguridad de unas maderas recién ensambladas. Savona brillaba más distante y el límite del horizonte marino se hacía enigmático sobre la cubierta donde grumetes, marineros y comerciantes se repartían labores de cuidados, conservación y vigilancia. La primera noche achicaba su toldo azabache y Cristóbal Colón adentró a su camarote, observó los papiros que le ilustrarían en el latín, en ausencia de Orazio, y se dispuso a ojearlos. Un ligero vaivén mecía el navío lo que hacía que las ensambladuras de las cuadernas y forro interior se quejaran levemente, pero en cierta manera, aquella sinfonía era su vida, la que le hacía soñar e ir más lejos de la línea del horizonte, donde si tratabas de inspeccionarla corrías el riesgo de caer al precipicio.

<<¡Qué tontería!>>, susurró sacudiendo la cabeza, momento que fue irrumpido por un grumete de corta edad que se le acercó con cara de circunstancias, y por qué no decirlo, demacrado, mugriento y donde el sol y la sal habían curtido y ennegrecido su joven rostro.

―Tu hermano me dijo que querías verme―dijo ladeando la cabeza así diera a entender su confusión―. ¿Eres el contramaestre?

―No, soy comerciante―dijo observándole de arriba a abajo―. ¿Quién te aceptó como grumete?

―No lo sé, yo vivo aquí desde siempre. No tengo padres y supongo que nací en alta mar.

―¡Ah!, de ahí tu sobrada experiencia a pesar de tu corta edad. Y dime, ¿has estado en las Indias?

―Creo que una vez según el capitán, pues le oí decirlo a unos marineros. Dice el capitán que cuando avistaron tierra desde la cofa del vigía yo me encaramé sobre la vela de cebadera y estuve a punto de caer al mar. Aunque no tenía miedo, se nadar. ¿Y tú, nunca tuviste miedo navegando?

―En cierta manera―respondió sonriente―. El que ha naufragado tiembla incluso ante las olas tranquilas, pero no llegué a naufragar ni cuando estuve en el enfrentamiento entre Renato de Anjou y el rey de Aragón, Juan II, por la sucesión a la Corona de Nápoles.

―Yo ya soy un gran marinero y pronto seré almirante de mi propio navío.

―Un almirante debe tener presencia y tú pareces despojo mugriento. Debes empezar por darte una buena ducha de agua dulce y luego seguir aprendiendo. Recuerda que los sabios aprenden mucho de sus enemigos.

La ida y venida de soles y lunas emplazaron al navío cerca de las costas de Quíos donde glorificaba la brisa y el azul del mar Mediterráneo. Más tarde visitaría Túnez, pero antes, pudo contrastar que las bases en las islas del mar Egeo, eran de continuo inquietadas por los turcos, y supo entender que el comercio en el Mediterráneo oriental se perjudicaba y resentía. Sin embargo en los muelles del gran canal, se amontonaban toda clase de mercancías, pululaban de aquí allá largas barcazas y góndolas y continuo flujo de frutas secas, esclavos e incluso oro en polvo.

―¡Leven anclas! ―Gritó el capitán desde la toldilla―, rumbo Inglaterra.

Y aquel marinero, Cristóbal Colón, que se hacía llamar comerciante y que ascendía por la escala de popa, tuvo la raigambre de inquirir a un capitán más inmiscuido en sus quehaceres de enriquecerse, que pendiente de quien prolifera sobre su barco.

―Mi capitán―dijo encarándolo―, ¿tiene usted planeado hacer escala en España?

―De momento no―fue la agria respuesta―, no me gustan los reyes y con los de Inglaterra ya voy sobrado. Prefiero las ciudades-republica como la propia Génova. Además, yo capitaneo este mercante con fines ya concertados pues trabajo para una firma Genovesa.

Cristóbal Colón guardó silencio. Descendió a su camarote y consultó sus ordenados bocetos emulando a los mapas cartográficos. Trazó líneas y mentalizaba secuencias cosmográficas. Había una obsesión, occidente, que por alguna razón le carcomía, y esa razón no era otra que buscar una alternativa para arribar sobre las costas de la India, por occidente. Y así pasaba el tiempo, de días largos y extensas noches donde su cabeza bullía como un fuelle, y que agotado por insomnio se abatía sin arreglo sobre los escabeles de un navío que surcaba el mar rumbo a Londres, Inglaterra. Y dicen, porque ni él mismo lo supo de cierto, algunas ciudades ansiáticas ―Lubeck y Dantzig―. Fue entonces, un año de rutas en todos los puertos comprando, vendiendo y cambiando hasta poner rumbo de nuevo a Génova, aunque la mayor parte de año se mantuvo en Quito donde a marchas forzadas obtuvo un razonable conocimiento del latín rudimentario. Quería aprender de los sabios y no tener dificultades para seguir su vocación, las artes de la navegación y la cartografía, lo que hizo de un modo autodidacto.

Iniciaba Agosto de 1476 y el joven marinero se preparaba para un nuevo viaje a bordo del Bechalla, una orca capitaneada por Cristóforo Sálvago, un navío de cuya tripulación formaba parte. Dirección Atlántico, Francia e Inglaterra, una travesía no más larga y distante que otras ya recorridas, pero en cambio, percibía un hálito diferente. La magnificencia de aquel puerto se realzaba en todas sus latitudes destacando a babor y estribor otros navíos; tres galeazas que les acompañarían en el trayecto, La Roxana, capitaneada por Gioffredo Spínola, La Squarciática, capitaneada por Téramo Squarciático , La Bettinella, capitaneada por Giannantonio di Negro y un ballenero mandado por Niccoló Spínola. Exploraba el barco de popa a proa; distintos rostros, marineros desconocidos a los que se les antojaba una especie de filibusteros emergidos de un mar inventado, grumetes que sin detener sus faenas, observaban de reojo todo cuanto se agitaba en derredor y marines que arriaban las velas mayor, trinquete y de mesana con canticos acompasados y sudor. Todo era diferente, la ruta y la tripulación, los semblantes e incluso el viento, que soplaba con más intensidad y allí, apoyado sobre la tapa de regala de la amura de estribor, se hallaba a su entender, un primer carpintero al que se le acercó diligente.

―Buen día señor―se presentó Cristóbal Colón―, ¿algo va mal en las maderas?

―No, no, sólo ojeaba la borda.

―¿Porqué se ha cambiado la ruta? ―inquirió interesado ―.Parece que Oriente yo no interesa.

―Nada de eso joven―dijo el carpintero algo confuso―. El problema parece que viene por otros menesteres. Creo haber entendido que los turcos han tomado el puerto de Gaffa y nos han bloqueado las vías hacia Oriente.

―Gozaremos de una gran experiencia amigo carpintero―consideró Cristóbal Colón pensador―, pues Europa no se recorre a diario.

―Europa de momento, pues antes de arribar de vuelta en Génova pasaremos por África del norte―Aquel hombre miró fijamente a Cristóbal Colon con cara de circunstancias― Y no tengo buenas sensaciones.

―Para serte sincero, yo tampoco. Estoy observando que hay demasiado ajetreo.

―Transportamos mercancías muy valiosas. Es por eso que te lo digo y con tanto pirata suelto, no sé.

―¿Qué tipo de mercancías?

―¡Qué sé yo! Ya conoces a los armadores, nuestros patrones, Don Niccoló Spínola y Páolo de Negro. Bastante recelosos que son―y señalando una de las galeazas continuó―. ¿Ves ese barco, la Battinella? Lo capitanea Giannantonio di Negro, el hermano de Páolo y ni él está muy convencido. He visto el pánico en sus ojos. Y ahora si no te importa seguiré con mi faena, que antes de levar anclas debo revisar todos los imbornales de los trancaniles.

Cristóbal Colón permaneció en aquel mismo lugar durante un buen rato, observando cada movimiento sobre cubierta y pensativo en cómo mechar la travesía que había de afrontar, porque a pesar de todo, él era hombre de sabiduría y un buen estratega. Supo de la ignorancia de la mayor parte de la tripulación por sus comentarios y conversas como la que tuvo con el primer carpintero. Aquello podría ser un arma de doble filo. A pesar de dar a entender a todos con quienes mantenía una conversación, de que ignoraba ciertas vicisitudes, él conocía de ante mano y muy bien, todo lo que transportaban los navíos. Cristóbal Colón era agente de los Spínola, su hombre de confianza y sin lugar a dudas un experto navegante.

Los cinco barcos dejaron atrás el puerto surcando las entrañas del mediterráneo donde mar había por los cuatro costados y el silencio característico de la nada, del infinito. El viento soplaba de sotavento embalando en su trayectoria un efluvio a salitre y provocando el chasquido de las maderas en su lucha ante el empuje de la ventisca y el vigor de las olas.

Pero aquello no era más que un día anodino como tantos hubo de soportar la tripulación que impelidos por aventuras, un salario generoso unos o dar esquinazo a hacinados problemas de tierra firme otros tantos, se alistaban sin prejuicio pero con cierto resquemor a la oscuridad y los demonios del mar. Dicen haber visto representaciones de cuerpo de mujer y cola de pez que seguían rondando las profundidades, y otros iban más allá, donde narraban haber estado presentes en la encarnizada lucha ante el mismísimo Kraken, el calamar o pulpo gigante que podría llegar a medir 15 metros, mandando a los abismos a la más prodigiosa nave con una fuerza descomunal. Se diría que tenían miedo a lo desconocido.

Sin embargo, aquellas iniquidades no perturbaban la mente de Cristobal Colon que se mantenía firme y sereno, confiando en sus propósitos y abrigado por la esperanza de dar luz a aquello que atesoraba en su mente.

―¡Ehh! ―gritó un joven ásperamente hacia otro que se hallaba encaramado sobre la verga de trinquete―, amarra bien esa maroma, estúpido borracho o te pondré a jarear hasta llegar a Francia.

―Si vuelves a llamar estúpido borracho a ese hombre te haré vomitar hasta la última gota de tu sangre―dijo un viejo zarrapastroso por su retaguardia.

―Soy el contramaestre―le indicó altivo el joven―, y tengo la autoridad para hacerme obedecer.

―Ese estúpido borracho es mi hijo ―refutó el viejo retorciéndole la solapa de la camisa.

―Me vas a soltar de inmediato y luego me pedirás disculpas, de lo contrario seréis los dos a quienes colgaré.

―El capitán Cristóforo Sálvago requiere tu presencia en su camarote―intervino Cristobal Colon que presenciaba aquella reconvención―. Date prisa contramaestre.

Aquel joven dudó, que más parecía dudar si había visto en algún lugar a Cristobal Colon, que por la propia reconvención hacia el viejo por dejarla en medias tintas. No obstante y quién sabe si por temor al capitán, se retiró no sin advertir y con cierta acritud dejándolos a solas.

―Agradezco tu intervención―se avino a decir el viejo―, pero no por mí, sino por el barbilampiño, pues no hubiese dudado en lanzarlo por la borda.

―Muy arriesgado por tu parte, aunque puedo entenderte. Pero será mejor que dejes en mis manos este asunto.

―¿Le conoces?...pues si es así, le dices de mi parte que no abra su mugrienta boca porque…

―Lo conozco, sí. Navegamos juntos a Quito cuando aún era un grumete. Y dime ¿cuál es tu cometido en el Bechalla?

―Si te lo digo no te lo vas a creer―manifestó carilargo―. Soy el cocinero particular de Cristóforo Sálvago e íntimo amigo―y observando a Cristóbal Colon de arriba abajo se avino a decirle―¿Y tu quien eres?

―Trabajo para los Spínola como agente y hombre de confianza y me resulta raro no haberte visto antes.

―¡Un momento!...¡por todos los demonios del océano! ―Gritó impresionado―, tu eres el joven Cristóbal.

―Pietro, me llamo Pietro.

―¿Cómo que Pietro? ¿Acaso no estuviste en el convento de Santa María di Castello?

Asintió.

―Entonces eres tú…claro que con tanto viaje hacíais y tan largos―el viejo reflexionó un momento como queriendo rememorar y continuó―Tu padre se codea mucho con los Spínola, con lo que no me extraña que seas el hombre de confianza y te diré más, porque conozco tu familia; tu viaje a Chipre lo hiciste con tu tío Imperiale Doria…Y ahora dime joven ¿por qué escondes tu nombre y te haces llamar Pietro?

―Dejémoslo así―propuso indisoluble―. Si alguna vez te diriges a mí, seré Pietro.

―De acuerdo Don Pietro, y estoy seguro de que nos cruzarnos más de una vez, porque tengo ciertas inquietudes. Vamos, no es por mí, pero me temo que ignoras los propósitos de estos navíos.

―Tal vez sí o tal vez no. Hablemos esta noche después de la cena.

Pasada la media noche, con luna llena y una sugestiva templanza en el aura, Cristobal Colon se eternizaba observando el cosmos. Un deleite de estrellas que refulgían llamativas y el resplandor de la luna marcando una perfecta e impoluta línea alba sobre el mar que arribaba sobre sus pies, ponían de manifiesto de que aquella noche seria una vigilia de reflexiones. Tuvo en considerada y buena deliberación, tras una cena en solitario, de hacer saber al que fue un avezado grumete, su intención de mantener una sibilina y amena conversación sobre cubierta con él y que de buen grado aceptó aquel, pues viendo a Cristobal Colon sentado sobre cubierta, se le acercó.

―Cuando me dijiste que el capitán quería verme, supe que no era cierto ―señaló el joven contramaestre―, te conocí al instante y como habrás comprobado, no le visité.

―Lo sé. La desconfianza es la madre de la seguridad y al menos eso lo tienes bien aprendido, pero no lo es todo para alcanzar tus sueños.

―Mis sueños se están cumpliendo.

―He visto hombres menos arrogantes que tú y todos están equivocados.

―No es arrogancia, y si así lo fuese, prefiero mi arrogancia honesta a ser un humilde hipócrita.

―¿Con Dios por delante, crees que estas en lo cierto? ―le encaró Cristobal Colon con cierta reconvención―. Un contramaestre debe conocer toda su tripulación y por lo que pude contemplar esta tarde, ni siquiera reconociste al mismísimo cocinero de Cristóforo Sálvago.

El Joven contramaestre, renuente a aceptar innegable reprocha, ladeó ex profeso la cabeza oteando el infinito.

―Hablé con él―se avino a esclarecer―, sabía que es cocinero, pero no que fuese del capitán y entre otras muchas cosas por su aspecto mugriento. En todo caso me disculpé― y encarándole nuevamente le precisó―. Ahora en cambio, lo que me molesta es que se me están encubriendo ciertas vicisitudes.

―Tal vez esta no era la mejor travesía para ti.

―Un barco u otro, qué más da―y tomando asiento se sinceró―. Ese viejo cocinero te conoce bien y tuvo el pormenor de aclararme tu posición en el Bechalla y quién eres, por lo que me gustaría que me despejaras algunas figuraciones que rondan mi cabeza. Comenzando por todos los que pululan por este barco y los que nos flanquean, que más parecen aventureros por no decir corsarios… ¿o es que acaso lo son?

―Son gente de mar―justificó calmo―bien preparada para lo que surja…

―Cuéntame de ti―le irrumpió espontáneamente tras una lucidez en su mente ―, viviste en Portugal, según me narró el viejo cocinero. Tu padre fue despojado de sus posesiones en Parma y os fuisteis a Lisboa para continuar con los negocios de un familiar vuestro, creo haber entendido que Don Bartolomeo Marabotto.

―Fantasías de un viejo demente, pues incluso te habrá dicho que me llamo Cristobal Colon.

―¿Y por qué no creerlo? Si tengo en cuenta que después de haberte conocido en otras travesías, jamás me dijiste tu nombre. Cierto que yo tampoco te dije el mío, pero como siempre me llamabas grumete…

―Cierto es que me llamo Pietro y jamás estuve en Portugal, en cambio, me parece interesante la vida de ese personaje… ¿qué más te descubrió?

―Lo suficiente para no creerle loco―repuso seguro―, por que tanto si te llamas Pietro como Cristobal Colon, todo encaja perfectamente. ¿Acaso me vas a negar tu buen acento Portugués?, o incluso he visto notas de tu puño y letra con un castellano muy admisible.

―Tú también podrías aprender si le dedicas su tiempo.

―Creo que ocultas tu verdadero nombre por una razón―se avino a declarar el contramaestre con firmeza―. He oído hablar de un corsario llamado Colón, al servicio del Rey de Francia y en guerra con Borgoña, y temes te confundan con él.

Los mares se hallaban repletos de corsarios y piratas y cierto era que existían los apodados Coulon o Cólon a los que llamaban el mozo, que era griego y conocía por sus múltiples expediciones de cabotaje que navegaron juntos y el viejo que era Casenove. El contramaestre, que reflexivo ante la tosquedad de Cristobal Colón, que obvió su revelación, le remarcó incluso que aquel corsario al servicio del Rey de Francia, era enemigo de Aragón y aliado de Portugal e inclusive amigo de los genoveses por lo que no debía de temer. En cambio nada temía y sí desbordaba el entusiasmo precedente. Respuestas no hubo por parte de Cristobal Colón lo que condujo al joven contramaestre a bien abstenerse de abrir boca y evitar ciertas pendencias, cuestión que arribó, después de un módico receso silencioso, a que el propio Cristobal Colon, hombre de convicciones y fuerte personalidad, le hiciese participe de su aventura de cabotaje por nuevos mares y cuán divertido y a su vez peligroso podría llegar a ser.

Calculaba el capitán Cristóforo Sálvago, que en poco menos de veinticuatro horas cruzarían el Cabo San Vicente adentrando al Océano Atlántico. Dejaron atrás interminables y duras horas de trabajo, alborozadas noches entre canticos, ron y disputas cargadas de zozobra sin llegar la sangre al mar. Y las horas transcurrían y amanecía sobre las cubiertas de los navíos que mansos navegaban ante un sol radiante, entre leves ráfagas de luz que vaticinaba un día caluroso como no era por menos de esperar, pues ojeando su pliego personal, Cristobal Colon remarcaba con su pluma la bienvenida mañana del 13 de Agosto de 1476. Y allá en la distancia un promontorio se realzaba, era pardo, hermoso, era el Cabo de San Vicente, cerca de Sacres y también llamado en tiempos romanos Promontorium Sacrum, lugar dedicado al dios Saturno.

<<¡¡Barcos a la vista!!>> Se oyó el grito del vigía de La Roxana a no más de veinte metros del Bechalla. Eran cuatro galeras acercándose a poco más de una milla de distancia y no daban la sensación de cambiar el rumbo, permanecían imperturbables, de ruta fija. Con mar calmo, cielo raso todo era más susceptible y las velas de las galeras ondeaban firmes mientras que las galeazas, el ballenero y el propio Bechalla que se hallaba flanqueando el costado de babor a La Roxana, aminoraban nudos. <<¡Son genoveses!>>evidenció Cristóbal Colón oteando tras un catalejo.

―¿Estas seguro? ―quiso saber el capitán―. Lo digo porque están a media milla y no les veo la intención de virar.

―No creo que viren―se avino a pronosticar un tanto renuente―. Se trata del Almirante Gascón Guilleume Cazenova. Deberíamos estar alertas.

―Almirante y corsario querrá usted decir.

Gascón Guilleume Cazenova o llamado Colón se hacía ver desde el castillo de proa. Un hombre temido, sin escrúpulos y del que jamás predecirías sus intenciones. Él las hallaba bien claras porque tras todo acto hay un origen; Fue en estos dos últimos años, durante las guerras antisabelinas llegadas por la división de la nobleza gallega entre los partidarios de Isabel y su tía Juana (la Beltraneja), casada con el Rey de Portugal. Entre los partidarios de Juana se encontraba Pedro Álvarez de Sotomayor (Conde de Camiña) quien hasta ese momento mantenía el control férreo sobre las ciudades y señoríos gallegos, y a quien las gentes de Pontevedra lo aclamaba aún como <<o noso reí>>.

Hombre y señor Feudal, invencible por su astucia, versatilidad y pericia en la guerra de mar como por tierra se hubo hallado cercado por las tropas isabelinas en la ciudad de Pontevedra y su único apoyo era el temido Almirante y corsario Gascón Guilleume Cazenova o Colón. En todo caso, el Almirante tan sólo pudo auxiliarle en retirada y buscar refugio en Portugal tras el acoso de Ladrón de Guevara. Allí ganaron el tiempo necesario para al menos salvar los barcos del Conde. <<Quiero rearmar mi flota, barreré de las costas andaluzas hasta Gibraltar todo barco que se me cruce>> dijo el Almirante y corsario al mismísimo rey Portugués tras los daños sufridos en Galicia. Y no se hizo esperar ni darle moratoria a su furibunda mente por lo que sin tregua, enarbolaba su flota presto para abordar a los cinco navíos que hubo de encarase. <<Mejor deberías resguardarte en las bodegas>> aconsejó el Almirante y corsario Gascón Guilleume Cazenova o Colón al Conde de Camiña, señor de muchas tierras en Galicia, que le acompañaba en singladura, pues siempre que convenía refugiarse en el país vecino, lo hacía por mar, medio que dominaba.

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